En “Campo argentino”, su libro de 1944, el tucumano Pablo Rojas Paz (1896-1956) dedica agudos párrafos al impacto del tren en el país. Recuerda que William Wheelwright fue una figura fantástica de pionero, que soñó con esos ferrocarriles que la situación económica de la Confederación Argentina impidió ejecutar, y que unirían los dos océanos. Pero en 1853 llegaron a Valparaíso los primeros barcos de vapor “que dispersaron su humo en el cielo del Atlántico austral”.
Entonces, “el misticismo del riel aparece en la República Argentina. Ninguna amada, ningún ser superior, recibió tantos elogios, tantos homenajes como el riel. Se podría hacer una antología de la oratoria ferroviaria en la que sobresaldrían, por sus ditirambos, un discurso de Sarmiento, otro de Mitre, otro de Avellaneda”.
En esos momentos, “el camino había sido vencido. El ferrocarril fue trazado haciendo caso omiso de las antiguas sendas. Las poblaciones despreciadas, antes prósperas y ricas, languidecían a trasmano de la ruta. Los puntos terminales de los caminos cayeron en parálisis. El ferrocarril no fue magnánimo sino con los que tenía cerca. Hubo, pues, dos edades de los métodos de traslación: la edad de la madera, de la carreta con maza de virarú, con cincha de algarrobo. La carreta no tenía un ápice de metal”.
Después vino “la edad del acero, que fue la edad del ferrocarril. Las paralelas relumbrantes tendidas hacia el infinito, adosadas al acero vegetal del quebracho, eran un alarde de la soberbia mecánica, una muestra del orgullo triunfante de la inteligencia humana. La lucha entre el acero y la tierra fue tenaz. Los campesinos saludaban con religioso pavor a la locomotora, monstruo intelectual a cuyo paso temblaba el horizonte”.